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Agua en las gafas

  • Foto del escritor: Malexba
    Malexba
  • 17 jun 2023
  • 3 Min. de lectura
Se me ha metido agua dentro de las gafas. A pesar de ello, sigo nadando. Nado lo más rápido que puedo durante unos segundos y paro de inmediato a tomar el aire. La marea viene a un ritmo constante, con un vaivén de las olas acompasado, al cual he aprendido que no he de resistirme. Si intento seguir nadando mientras la ola me arrastra hacia atrás, prácticamente no avanzo, y lo único que consigo es cansarme. Por desgracia, ni siquiera en este momento puedo relajarme. Tengo que arquear el cuerpo hacia delante para evitar dejarme llevar en exceso por la marea. Debo hacerlo un poco antes de notar que me estoy elevando, o sino acabaré aún más alejado de donde empecé.

Ahora debería seguir nadando un par de segundos, pero me parece mejor idea quitarme las gafas para secarme los ojos y así poder ver adónde voy. Enfrente se aproxima una ola. Calculo que tardará unos tres segundos en alcanzarme. Aparte del mar, no veo nada delante de mí. Ni la playa por dónde vine, ni a mi padre, que me dijo que tampoco me alejase mucho, ni mucho menos a mi madre, que se quedó leyendo sobre la toalla de Nivea. Rápidamente me doy la vuelta y veo que el panorama es el mismo. La única diferencia es que la ola huye de mi en vez de venir a mi encuentro. Eso, y que por ese lado el sol me golpea en la cara directamente.

Empiezo a notar cómo me elevo. Ya por instinto, vuelvo a adoptar mi postura de salmonete y miro al frente mientras me pongo las gafas de piscina. En cuanto la ola se despide de mí, continúo nadando hacia delante. Juraría que vine por ese lado. Quería llegar a un punto desde el que no se viese casi la playa, y vaya si lo he conseguido. Lo que no esperaba es que la fuerza de las olas variase tanto de la orilla a esta zona. De hecho, ese fue el motivo por el que di la vuelta y empecé a nadar por dónde había venido.

¡Mierda, se me ha vuelto a meter agua en los ojos! No he debido de ajustar bien la lente izquierda, porque ya está otra vez como antes. Bueno, da igual. Al menos todavía puedo ver con el ojo derecho. Casi mejor, así me concentro en nadar en lugar de mirar al frente, que si no voy más lento. Además, ya ni siquiera necesito contar el tiempo entre ola y ola. El tempo de la marea se está convirtiendo en el mío propio, como si fuese el interludio previo a mis pataleos.

Ojalá pudiese ver sin las gafas. Recuerdo que en las primeras clases de natación nos enseñaron cómo. Me bastaron dos días para abrir los ojos y hacerlo sin problemas. Pero claro, una vez tuve ya las gafas, ¿por qué iba a necesitar hacer eso? Con la de cloro que hay en el agua. Y en el mar aún peor, seguro que la sal me irritaría los ojos y no me dejaría ver. Así que mejor ni lo intento.

La verdad es que llevo ya un rato nadando, ¿qué tal iré?

Al alzar la vista, atisbo con el ojo derecho unos tonos ocres en el horizonte. ¡Ésa debe de ser la playa! El oleaje ha perdido fuerza, así que sigo nadando, ya me da igual si la marea me arrastra o no. En cuanto llego a una zona en la que parece que hago pie, tanteo el suelo hasta que consigo erguirme. Con las manos, me froto los ojos y veo a mi padre, que viene corriendo hacia mi mientras hace gestos con los brazos. He vuelto.

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