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Las arrugas

  • Foto del escritor: Malexba
    Malexba
  • 29 oct
  • 4 Min. de lectura

El siguiente texto es un ejercicio del taller de literatura. Tomando como referencia un texto del que sólo nos dieron el final, me encargué de completarlo intentarlo preservar el estilo del autor. La obra original es un extracto del libro Las columnas de Cyborg, de Julio Coll. Espero haber hecho mínimamente justicia a la obra original y a ver si descubres en qué momento comienza mi narración.


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Este es un relato cuya idea me gustó de primera intención. La escribí. Resultó deplorable. Arranqué violentamente el papel de mi máquina de escribir y tiré la cuartilla. Volví a escribirlo. Consumí más de treinta hojas, inútilmente. Al final, me decidí por la primera y desdeñada versión. Busqué en la papelera; encontré el borrador; alisé las cuartillas; desarrugué los pliegues; planché sus arrugas…

10. – Las arrugas


— ¿No lo ves?
— No veo, ¿qué?

Jwa tenía visiones. Desde que el gran fisiólogo doctor Dermas había descubierto la necesidad de reajustar diariamente la piel, la del cuerpo al cuerpo, y la de la cara al cráneo, mi mujer no estaba contenta. Reconozco que lo más difícil era volver a ponérsela. Nos la quitábamos por la noche y teníamos sumo cuidado en no desajustar la juntura del esfínter de los ojos. De vez en cuando Jwa perdía alguna que otra pestaña, pero eso tenía arreglo. Volvía a crecer por la noche. Pero, ¿y las arrugas?

En los hombres, no existía tanto problema como en las mujeres. Las mujeres no podían resistir la tentación de quitarse una y otra vez la piel para ajustar nuevamente los párpados. De ahí que muchas de ellas les quedaran permanentemente unas grandes arrugas alrededor de las naturales ojeras.

Se lo dije a Jwa:

— No insistas. Estás bien. No hay mujer más joven que tú.

Pero a Jwa se le había metido la idea en la cabeza, y pidió hora de visita a la “Super-Clínica-OPTIWOMAN”, de Massachusets.

– Me está ancha, tengo que hacérmela arreglar.

El médico de turno llamó a la enfermera. Le pidió la piel de Jwa. La estuvieron examinando en tensión sobre un tambor, estudiándola palmo a palmo, como un bordado.

— No hay nada malo en ella —murmuró el doctor.

Jwa se la puso de nuevo y salió a la calle. ¿Científicamente estaban tan avanzados como aseguraban los periódicos? Ella creía que no. ¿De qué servía haber descubierto las vacunas contra el cáncer y los resfriados? Estábamos aún en pleno siglo XX. Se había curado, por fin, el resfriado común; se iba a la Luna en vuelos regulares; se ensayaba el venusaje próximo; pero no habíamos logrado evitar que aparecieran arrugas en la cara, como antaño. ¿Eso era avanzar científicamente?

Al llegar a casa, su marido empezó a quitarse la piel con sumo cuidado.

— ¿A qué esperas? —le preguntó a su esposa.

Ella se había sentado y le miraba fijamente. ¿No sería por culpa de quitársela continuamente? Tal vez la culpa fuera esa “manía” de ponérsela diariamente. Así, pues, decidió no desprenderse de ella aquella noche, como estaba oficialmente obligado. E hizo ver que iba a desabrigarse cuando, de repente, ella misma se interrumpe:

— ¡Me he dejado el informe médico en el coche! Bajo a por él y vuelvo enseguida.

Rápidamente, abrió la puerta y salió ágilmente como un ratón escapando a su madriguera, negando a su esposo cualquier oportunidad de réplica. Consciente de la costumbre que tenía él de dormir de inmediato nada más llegar a casa, ella se limitó a dar una vuelta por la manzana mientras el tiempo surtía efecto. Al volver estaba tranquila, pues se oían los ronquidos de su marido desde el rellano. Una vez en la casa, se tumbó en la cama con delicadeza, temiendo arrugar la piel que no solía estar expuesta a este tipo de situaciones. Tras poner la alarma corporal media hora antes de lo habitual, logró conciliar el sueño con dificultad, a causa de la mezcla de inquietud e ilusión que la embargaban.

A la mañana siguiente, las vibraciones perianales de su alarma la sobresaltaron más que de costumbre. Como un resorte, corrió al baño para descubrir si su plan había tenido efecto. No obstante, jamás hubiera podido imaginar cuál había sido el resultado de sus acciones. Nada más entrar al baño, se quedó petrificada al atisbar su reflejo por el rabillo del ojo. La piel de su cuerpo había comenzado a cuartearse. Sus piernas se asemejaban a los troncos de dos árboles ya ancianos, cuya corteza comenzaba a desprenderse por el paso del tiempo; de la piel de sus manos sólo quedaban atisbos, mostrando simplemente el palpitar de sangre, músculos y engranajes; su torso se asemejaba más al de un pez que al de un humano, acrecentándose dicha sensación por el aceite que exudaba desde su interior… Pero lo peor era, sin duda, su rostro. Lo que antes fuera una piel inmaculada y blanquecina, ahora se había convertido en un cúmulo de jirones deshilachados, empapados de un líquido verduzco que lo volvía aún más desagradable.

¿Por qué era necesario quitarse la piel todas las noches? Porque no estaba preparada para estar tanto tiempo en contacto con los nuevos mecanismos y aparatos que insuflaban vida. Y eso el doctor Dermas lo sabía.

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