La cocina está a oscuras. La única luz de la sala proviene del microondas, que hace rotar pausadamente el tazón con la leche. Aprovecho el leve destello que me brinda para dejar sobre la mesa el bote de Cola Cao, la caja de cereales y una cucharilla, todo ello encima del mantel que previamente he colocado en lo que podría denominarse mi parcela.
La taza sigue girando sin visos de frenar, así que me siento a esperar. Cojo la cucharilla para inspeccionarla. Aunque de manera tenue, puedo ver mi cara reflejada en ella. Parece ser que esta mañana la mitad de mi pelo ha decidido encresparse, mientras que el resto ha preferido mantenerse igual de lacio que siempre. Luego debería peinarme. En el mango de la cucharilla observo una pequeña mancha, seguramente fruto de no haberla secado bien la noche anterior. Cojo la servilleta y, tras darle un fugaz lametón, lo limpio enseguida. La mancha se ha ido, pero decido seguir bruñendo el utensilio hasta quedarme satisfecho.
El pitido del microondas me saca de mi ensimismamiento. Abro la puerta y veo que la leche desprende un poco de vapor hacia arriba. Tal vez me haya pasado un poco. Al posar la taza sobre el mantel, me doy cuenta de que se ha formado una telilla blanca en la superficie de la leche. Rápidamente, cojo la cucharilla para quitar ese viscoso manto blanquecino y depositarlo sobre la servilleta. Por culpa de esto, me vuelve a tocar secarla, esta vez por la parte cóncava, para así poder echarme mis dos cucharadas de Cola Cao de rigor. Tras mezclar y remover, ahora solo falta vaciar media caja de cereales en el tazón. Cuando veo que éstos ya sobresalen, paro. Uno se ha caído fuera de la taza, pero encima del mantel, así que me lo como igualmente. Está algo seco y duro, pero el dulzor del chocolate lo compensa todo.
Y ahora, de nuevo, toca esperar. Observo cómo los cereales de ositos se van hundiendo en el mar de leche chocolateada. Están apilados unos encima de otros, como si su barco acabase de naufragar en un mar de ácido y todos intentasen huir hacia arriba, buscando escapar de su inexorable destino. Arriba del todo, veo que hay uno que sólo conserva la mitad superior de su cuerpo. El oso me devuelve la mirada. Me observa mientras esgrime una sonrisa artificial e imperturbable. Lo cojo con la mano y me lo como. Está igual de seco que su compañero.
No queda rastro de ninguno de los ositos chocolateados. Por si acaso, remuevo un poco la taza y compruebo que todos los ingredientes se han fusionado para formar una pasta cuasi uniforme. Al llevarme la taza a la boca, noto que por suerte la leche no se ha templado todavía y aún sigue caliente. Como es casi todo líquido, puedo tragarlo sin necesidad de masticar. La única pega a dicha uniformidad son los grumos ocasionales, muestra de la última resistencia de esos plantígrados de cacao a perder totalmente su forma.
Una vez termino, me limpio los berretes castaños y, tras depositar en el fregadero la taza --ahora llena hasta los topes de agua del grifo--, vuelvo a dejar todo en su sitio original.
Es hora de peinarme.
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