Al entrar en la biblioteca, el silencio inundó sus oídos. Comparado con el ajetreo del exterior, el ambiente tranquilo y sereno que transmitían tanto las estanterías como los libros que éstas contenían, permearon en él de la misma forma que lo hace el agua al pisar un charco un día de lluvia.
En la entrada, la recepcionista ojeaba distraída un ejemplar del XL Semanal que parecía ser del mes pasado. Al pasar por delante de ella, ésta levantó momentáneamente la vista para escrutar al nuevo visitante, ojeándole al ritmo del mascar de su chicle -el cual parecía ser la causa del hedor a fresa industrial que te recibía nada más entrar por la puerta-. Cuando se dio cuenta de que no era nadie conocido, bajó la mirada y prosiguió con sus ociosos quehaceres.
Una vez superado al “guardián” de la entrada, se acercó a la estantería más cercana, en la que un libro de cerúlea cubierta captó su atención. Al tomarlo por el lomo, se percató del tacto esponjoso de éste, el cual se asemejaba al que podría tener una nube un día de cielos despejados. En la portada, únicamente aparecía el título del libro, Cuentos inacabados, sin hacer siquiera referencia al autor. Dicha ambigüedad bastó para que se decidiese, por lo que, con él en sus manos, se sentó a leerlo en una de las butacas de la zona de lectura.
La prosa del libro, calmada y melódica, le ayudó a profundizar en su estado de ánimo recién adquirido. La única nota discordante era el ruido del teléfono que, cada quince minutos, comenzaba a sonar de improviso. Cada vez que ocurría, la recepcionista se hacía la sorda durante casi un minuto, tiempo suficiente para que miradas inquisidoras comenzaran a acuciarla desde todos los rincones de la biblioteca, momento en el cual ella parecía satisfecha y se dignaba a responder la llamada, la cual no solía durar más de un par de frases intercambiadas entre ambas partes. Pero, aparte de esa molestia intermitente, la biblioteca era el lugar ideal.
Bueno. Eso, y el puto tufo a fresa que empezaba a propagarse por toda la sala.
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