Marshall sube a mi lomo de un salto y saca su petaca del bolsillo izquierdo de su chaleco. Después de pimplarse el lingotazo de rigor, parece que él también está listo para seguir. Comprueba en qué punto exacto del horizonte se encuentra el sol y profiere un berrido agudo y conciso, el cual parece dotarle de la fuerza suficiente para clavar sus espuelas en mis cuartos traseros. Se siente como si el metal de sus botas hubiera penetrado en mi carne. Aunque debería estar ya acostumbrado, el dolor me hace ponerme en escorzo y, en cuanto logro serenarme, comienzo a correr lo más rápido que puedo.
Debo de estar yendo más rápido de lo normal, porque enseguida Marshall me acaricia el cuello, a la par que me susurra al oído que me calme. Sorprendentemente, su voz grave y ronca logra calmarme un poco y prosigo la marcha al trote.
Satisfecho, Marshall vuelve a sacar su vieja petaca, se mete otro lingotazo y suelta el mismo grito de antes.
El teniente McKillney avanza sólo por la meseta. No le queda más remedio, después del accidente en el pantano de gelatina que acabó con Azabache. Pobre animal, tan fiel y bondadoso incluso en sus mome
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